Las cruzadas fueron una serie de campañas militares comúnmente sostenidas por motivos religiosos llevadas a cabo por gran parte de la Europa latina cristiana, en particular, de los francos de Francia y el Sacro Imperio Romano. Las cruzadas con el objetivo específico para restablecer el control cristiano de Tierra Santa se libraron durante un período de casi 200 años, entre 1095 y 1291. Otras campañas en España y en Europa oriental continuaron hasta el siglo XV. Las cruzadas fueron sostenidas principalmente contra los musulmanes, aunque también varias campañas se hicieron contra los eslavos paganos, judíos, los cristianos ortodoxos griegos y rusos, los mongoles, los cátaros, husitas, valdenses, prusianos, y principalmente a los enemigos políticos de los papas. Los cruzados tomaron votos y se les concedió la penitencia por los pecados del pasado, a menudo llamada como indulgencia.
Básicamente, parece que fueron motivadas por los intereses expansionistas de la nobleza feudal, el control del comercio con Asia y el afán hegemónico del papado sobre las monarquías y las iglesias de Oriente, aunque se declararan con principio y objeto de recuperar Tierra Santa para los peregrinos, de los cuales los turcos selyúcidas, una vez conquistada Jerusalén, abusaban sin piedad.
Posiblemente, las motivaciones de quienes participaban en ellas fueron muy diversas, aunque en muchos casos se puede suponer también un verdadero fervor religioso.
Las Cruzadas fueron expediciones emprendidas en cumplimiento de un solemne voto para liberar los Lugares Santos de la dominación musulmana. El origen de la palabra se remonta a la cruz hecha de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en esas iniciativas.
Posiblemente, las motivaciones de quienes participaban en ellas fueron muy diversas, aunque en muchos casos se puede suponer también un verdadero fervor religioso.
Las Cruzadas fueron expediciones emprendidas en cumplimiento de un solemne voto para liberar los Lugares Santos de la dominación musulmana. El origen de la palabra se remonta a la cruz hecha de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en esas iniciativas.
Escritores medievales utilizan los términos crux (pro cruce transmarina, Estatuto de 1284, citado por Du Cange s.v. crux), croisement (Joinville), croiserie (Monstrelet), etc. Desde la Edad Media el significado de la palabra cruzada se extendió para incluir a todas las guerras emprendidas en cumplimiento de un voto y dirigidas contra infieles, p. ej. contra musulmanes, paganos, herejes, o aquellos bajo edicto de excomunión.
Las guerras que desde el siglo VIII mantenían discontinuamente los reinos cristianos del norte de la Peninsula Ibérica contra el musulmán Califato de Córdoba, y que la historiografía conoce como Reconquista, continuaron de forma igualmente discontinua desde el siglo XI contra los reinos de taifas, los almorávides y los almohades, en algunas ocasiones con la calificación de cruzada otorgada por el Papa, como en la batalla de las Navas de Tolosa o en su episodio final: la Guerra de Granada . En el norte de Europa se organizaron cruzadas contra los prusianos y lituanos. El exterminio de la herejía albigense se debió a una cruzada y, en el siglo XIII, los papas predicaron cruzadas contra Juan Sin Tierra y Federico II Hohenstaufen.
Pero la literatura moderna ha abusado de la palabra aplicándola a todas las guerras de carácter religioso, como, por ejemplo, la expedición de Heraclio contra los persas en el siglo VII y la conquista de Sajonia por Carlomagno. Nuevamente resonó dicho término durante la primera mitad del siglo XX, utilizado por las potencias del Eje o de su círculo de influencia: la Guerra Civil Española o la invasión alemana de la URSS, recibieron tal calificativo por parte de la propaganda oficial.
Sin embargo, utilizada con un criterio estricto, la idea de la cruzada corresponde a una concepción política que se dio sólo en la Cristiandad del siglo XI al XV; suponía una unión de todos los pueblos y soberanos bajo la dirección de los papas. Todas las cruzadas se anunciaron por la predicación. Después de pronunciar un voto solemne, cada guerrero recibía una cruz de las manos del Papa o de su legado, y era desde ese momento considerado como un soldado de la Iglesia. A los cruzados también se les concedían indulgencias y privilegios temporales, tales como exención de la jurisdicción civil, inviolabilidad de personas o tierras, etc. De todas esas guerras emprendidas en nombre de la Cristiandad, las más importantes fueron las Cruzadas Orientales, que son las tratadas en este artículo.
Las guerras que desde el siglo VIII mantenían discontinuamente los reinos cristianos del norte de la Peninsula Ibérica contra el musulmán Califato de Córdoba, y que la historiografía conoce como Reconquista, continuaron de forma igualmente discontinua desde el siglo XI contra los reinos de taifas, los almorávides y los almohades, en algunas ocasiones con la calificación de cruzada otorgada por el Papa, como en la batalla de las Navas de Tolosa o en su episodio final: la Guerra de Granada . En el norte de Europa se organizaron cruzadas contra los prusianos y lituanos. El exterminio de la herejía albigense se debió a una cruzada y, en el siglo XIII, los papas predicaron cruzadas contra Juan Sin Tierra y Federico II Hohenstaufen.
Pero la literatura moderna ha abusado de la palabra aplicándola a todas las guerras de carácter religioso, como, por ejemplo, la expedición de Heraclio contra los persas en el siglo VII y la conquista de Sajonia por Carlomagno. Nuevamente resonó dicho término durante la primera mitad del siglo XX, utilizado por las potencias del Eje o de su círculo de influencia: la Guerra Civil Española o la invasión alemana de la URSS, recibieron tal calificativo por parte de la propaganda oficial.
Sin embargo, utilizada con un criterio estricto, la idea de la cruzada corresponde a una concepción política que se dio sólo en la Cristiandad del siglo XI al XV; suponía una unión de todos los pueblos y soberanos bajo la dirección de los papas. Todas las cruzadas se anunciaron por la predicación. Después de pronunciar un voto solemne, cada guerrero recibía una cruz de las manos del Papa o de su legado, y era desde ese momento considerado como un soldado de la Iglesia. A los cruzados también se les concedían indulgencias y privilegios temporales, tales como exención de la jurisdicción civil, inviolabilidad de personas o tierras, etc. De todas esas guerras emprendidas en nombre de la Cristiandad, las más importantes fueron las Cruzadas Orientales, que son las tratadas en este artículo.
Para poder comprender qué razones tenía la historia de Europa y del Oriente Próximo para tomar semejantes rumbos, debemos remontarnos a los años inmediatamente anteriores al comienzo del fenómeno cruzado y ver qué estaba sucediendo en el mundo de aquel entonces.
En torno al año 1000, Constantinopla se erigía como la ciudad más próspera y poderosa del mundo conocido. Situada en una posición fácilmente defendible, en medio de las principales rutas comerciales, y con un gobierno centralizado y absoluto en la persona del Emperador, además de un ejército capaz y profesional, hacían de la ciudad y los territorios gobernados por ésta (el Imperio bizantino) una nación sin par en todo el orbe. Gracias a las acciones emprendidas por el Emperador Basilio II Bulgaroktonos, los enemigos más cercanos a sus fronteras habían sido humillados y absorbidos en su totalidad.
Sin embargo, tras la muerte de Basilio, monarcas menos competentes ocuparon el trono bizantino, al tiempo que en el horizonte surgía una nueva amenaza proveniente de Asia Central. Eran los turcos, tribus nómadas que, en el transcurso de esos años, se habían convertido al Islam. Una de esas tribus, los turcos selyúcidas (llamadas así por su mítico líder Selyuk), con todo el fanatismo de los recién conversos, se lanzó contra el "infiel" Imperio de Constantinopla. En la batalla de Manzikert, en el año 1071, el grueso del ejército imperial fue arrasado por las tropas turcas, y uno de los co-Emperadores fue capturado. A raíz de esta debacle, los Bizantinos debieron ceder la mayor parte de Asia Menor (hoy el núcleo de la nación turca) a los selyúcidas. Ahora había fuerzas musulmanas apostadas a escasos kilómetros de la misma Constantinopla.
Por otra parte, los turcos también habían avanzado en dirección sur, hacia Siria y Palestina. Una a una las ciudades del Mediterráneo Oriental cayeron en sus manos, y en 1070, un año antes de Manzikert, entraron en la Ciudad Santa, Jerusalén.
Estos dos hechos conmocionaron tanto a Europa Occidental como a la Oriental. Ambos empezaron a temer que los turcos fueran a engullir lentamente al mundo cristiano, haciendo desaparecer su religión. Además, empezaron a llegar numerosos rumores acerca de torturas y otros horrores cometidos contra peregrinos en Jerusalén por las autoridades turcas. La paciencia iba a agotarse en algún momento.
La Primera Cruzada no supuso el primer caso de Guerra Santa entre cristianos y musulmanes inspirada por el papado. Ya durante el papado de Alejandro II, éste predicó la guerra contra el infiel musulmán en dos ocasiones. La primera ocasión fue durante la guerra de los normandos en su conquista de Sicilia, en 1061, y el segundo caso se enmarcó dentro de las guerras de la Reconquista española, en la batalla de Barbastro de 1064. En ambos casos el papa ofreció la Indulgencia a los cristianos que participaran.
En 1074, el papa Gregorio VII llamó a los milites Christi ("soldados de Cristo") para que fuesen en ayuda del Imperio bizantino tras su dura derrota en la batalla de Mantzikert. Su llamada, si bien fue ampliamente ignorada e incluso recibió bastante oposición, junto con el gran número de peregrinos que viajaban a Tierra Santa durante el siglo XI y a los que la conquista de Anatolia había cerrado las rutas terrestres hacia Jerusalén, sirvieron para enfocar gran parte de la atención de occidente en los acontecimientos de oriente.
En 1081, subió al trono Bizantino un general capaz, Alejo Comneno, que decidió hacer frente de manera enérgica al expansionismo turco. Pero pronto se dio cuenta de que no podría hacer el trabajo solo, por lo que inició acercamientos con Occidente, a pesar de que las ramas occidental y oriental de la cristiandad habían roto relaciones en 1054. Alejo estaba interesado en poder contar con un ejército mercenario occidental que, unido a las fuerzas imperiales, atacaran a los turcos en su base y los mandaran de vuelta a Asia Central. Deseaba en particular usar soldados normandos, los cuales habían conquistado el reino de Inglaterra en 1066 y por la misma época habían expulsado a los mismos bizantinos del sur de Italia. Debido a estos encuentros, Alejo conocía muy bien el poder de los normandos. Y ahora los quería como aliados.
Alejo envió emisarios a hablar directamente con el papa Urbano II, para pedirle su intercesión en el reclutamiento de los mercenarios. El Papado ya se había mostrado capaz de intervenir en asuntos militares cuando promulgó la llamada "Tregua de Dios", mediante la cual se prohibía el combate desde el viernes al atardecer hasta el lunes al amanecer, lo cual disminuyó notablemente las contiendas entre los pendencieros nobles. Ahora era otra oportunidad de demostrar el poder del papa sobre la voluntad de Europa.
En 1095, Urbano II convocó un concilio en la ciudad de Piacenza. Allí expuso la propuesta del Emperador, pero el conflicto de los obispos asistentes al concilio, incluido el Papa, con el Sacro Emperador Romano Germánico, Enrique IV (quien estaba apoyando a un anti Papa), primaron sobre el estudio de la petición de Constantinopla. Alejo tendría que esperar.
En torno al año 1000, Constantinopla se erigía como la ciudad más próspera y poderosa del mundo conocido. Situada en una posición fácilmente defendible, en medio de las principales rutas comerciales, y con un gobierno centralizado y absoluto en la persona del Emperador, además de un ejército capaz y profesional, hacían de la ciudad y los territorios gobernados por ésta (el Imperio bizantino) una nación sin par en todo el orbe. Gracias a las acciones emprendidas por el Emperador Basilio II Bulgaroktonos, los enemigos más cercanos a sus fronteras habían sido humillados y absorbidos en su totalidad.
Sin embargo, tras la muerte de Basilio, monarcas menos competentes ocuparon el trono bizantino, al tiempo que en el horizonte surgía una nueva amenaza proveniente de Asia Central. Eran los turcos, tribus nómadas que, en el transcurso de esos años, se habían convertido al Islam. Una de esas tribus, los turcos selyúcidas (llamadas así por su mítico líder Selyuk), con todo el fanatismo de los recién conversos, se lanzó contra el "infiel" Imperio de Constantinopla. En la batalla de Manzikert, en el año 1071, el grueso del ejército imperial fue arrasado por las tropas turcas, y uno de los co-Emperadores fue capturado. A raíz de esta debacle, los Bizantinos debieron ceder la mayor parte de Asia Menor (hoy el núcleo de la nación turca) a los selyúcidas. Ahora había fuerzas musulmanas apostadas a escasos kilómetros de la misma Constantinopla.
Por otra parte, los turcos también habían avanzado en dirección sur, hacia Siria y Palestina. Una a una las ciudades del Mediterráneo Oriental cayeron en sus manos, y en 1070, un año antes de Manzikert, entraron en la Ciudad Santa, Jerusalén.
Estos dos hechos conmocionaron tanto a Europa Occidental como a la Oriental. Ambos empezaron a temer que los turcos fueran a engullir lentamente al mundo cristiano, haciendo desaparecer su religión. Además, empezaron a llegar numerosos rumores acerca de torturas y otros horrores cometidos contra peregrinos en Jerusalén por las autoridades turcas. La paciencia iba a agotarse en algún momento.
La Primera Cruzada no supuso el primer caso de Guerra Santa entre cristianos y musulmanes inspirada por el papado. Ya durante el papado de Alejandro II, éste predicó la guerra contra el infiel musulmán en dos ocasiones. La primera ocasión fue durante la guerra de los normandos en su conquista de Sicilia, en 1061, y el segundo caso se enmarcó dentro de las guerras de la Reconquista española, en la batalla de Barbastro de 1064. En ambos casos el papa ofreció la Indulgencia a los cristianos que participaran.
En 1074, el papa Gregorio VII llamó a los milites Christi ("soldados de Cristo") para que fuesen en ayuda del Imperio bizantino tras su dura derrota en la batalla de Mantzikert. Su llamada, si bien fue ampliamente ignorada e incluso recibió bastante oposición, junto con el gran número de peregrinos que viajaban a Tierra Santa durante el siglo XI y a los que la conquista de Anatolia había cerrado las rutas terrestres hacia Jerusalén, sirvieron para enfocar gran parte de la atención de occidente en los acontecimientos de oriente.
En 1081, subió al trono Bizantino un general capaz, Alejo Comneno, que decidió hacer frente de manera enérgica al expansionismo turco. Pero pronto se dio cuenta de que no podría hacer el trabajo solo, por lo que inició acercamientos con Occidente, a pesar de que las ramas occidental y oriental de la cristiandad habían roto relaciones en 1054. Alejo estaba interesado en poder contar con un ejército mercenario occidental que, unido a las fuerzas imperiales, atacaran a los turcos en su base y los mandaran de vuelta a Asia Central. Deseaba en particular usar soldados normandos, los cuales habían conquistado el reino de Inglaterra en 1066 y por la misma época habían expulsado a los mismos bizantinos del sur de Italia. Debido a estos encuentros, Alejo conocía muy bien el poder de los normandos. Y ahora los quería como aliados.
Alejo envió emisarios a hablar directamente con el papa Urbano II, para pedirle su intercesión en el reclutamiento de los mercenarios. El Papado ya se había mostrado capaz de intervenir en asuntos militares cuando promulgó la llamada "Tregua de Dios", mediante la cual se prohibía el combate desde el viernes al atardecer hasta el lunes al amanecer, lo cual disminuyó notablemente las contiendas entre los pendencieros nobles. Ahora era otra oportunidad de demostrar el poder del papa sobre la voluntad de Europa.
En 1095, Urbano II convocó un concilio en la ciudad de Piacenza. Allí expuso la propuesta del Emperador, pero el conflicto de los obispos asistentes al concilio, incluido el Papa, con el Sacro Emperador Romano Germánico, Enrique IV (quien estaba apoyando a un anti Papa), primaron sobre el estudio de la petición de Constantinopla. Alejo tendría que esperar.
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